2 de enero de 2009

Adicción sádica

Me daba pena, para qué voy a negarlo. Esa pinta de niña buena, no me queda. Las mejillas no se me sonrojan por lo inocente, sino porque mi mente viajó más rápido que la luz y sólo lo vi aparecer en el sitio pactado y ya mi cuerpo estaba estremecido.

No hablaré de mis piernas y mis senos porque esas imágenes se las saben de sobra y volverlas a describir, es mera terquedad. Su silueta no era impresionante, pero me impresionaba; era una de esas visiones que solo le pasan a la chica de a lado, la que se sienta delante de tu pupitre y es la que recibe los papelitos de pseudos Romeos imberbes del colegio (y que apenas les salen tres pelos en la cola y se sienten galanes de telenovela barata); a la que usa los tacones, viste falda y el pelo se le mueve como seda en el viento, incluso piensas que la mocosa con imagen de perfecta candidata a la estatuilla de la Madre Teresa de Calcuta, podría tener más posibilidades que tú.

No es una posición de baja autoestima, aunque el panorama indique esa dirección; no, simplemente que cuando una sabe que no es del estilo “quiero ser Britney Spears por 5 minutos” y más bien le tendemos a la de la prima de la amiga del cuñado del tío del cuate de la mamá de quien sabe que monigote (o en otras palabras: igual y ni se acuerdan de tu nombre pero recuerdan que te vieron quien sabe dónde), tenemos presente que pocas veces ‘alguien’ con la pinta de este personaje, es raro ver su nombre figurar en nuestra agenda, celular o círculo de amigos; seamos honestos, pocas veces nos vemos inmiscuidos en ese selectísimo y elitista grupillo de “nos ven sin que lo queramos” y que cuando pasa, simplemente no sabes que hacer.

En este punto, todo suena como guión trilladísimo de programa juvenil pueril que alguna vez nos pasamos viendo, cual penitencia cumplida por empezar a descubrir que las masturbaciones (femeninas y masculinas) son un placer a escondidas y nos pasábamos platicando y poniendo al tanto al día siguiente en el colegio; seguro seríamos la chica o chico nuevo del pueblo, a la usanza de pantalones aguados y playera verde perico con la leyenda de perdedor o promocionando algún aparatejo ferretero, que manejamos un cachivache de hojalata deformada color oxidado y que siempre, sin faltar a tal principio, estaba la chica con imagen perfecta o el clásico atleta guapísimo y súper moderno, dos escalones menos del nombramiento de deidad juvenil, que nos robaban el aliento (era condición que aún sin caer en la categoría de hetero u homosexual, suspirábamos ante el caminar y meneo de ambos especimenes y eso era indispensable para que lo demás, en cierto punto, tuviera una justificante para que todo alrededor existiera, incluso nosotros) y nos hicieran sufrir porque en la vida (¡EN LA VIDA!) se fijarían en nosotros… a menos que un prestigiadísimo y famosísimo grupo de diseñadores de imagen, patrocinadores vanguardistas, un vehículo de moda color rojo ‘te veo a 3 kilómetros’, la trama a punto de clímax y una audiencia hambrienta de problemas siempre conocidos pero muy dramáticos, nos convirtieran en la Cenicienta o Romeo Montesco que aparece en el baile de graduación y por lo general es elegido como: LA REINA o EL REY del baile (no sé de dónde sacamos que en todas las escuelas dignas, debe tener un baile con un tema que siempre terminaba más meloso que Titanic) y el aspirante a deidad griega, romana o popular se enamore perdidamente de nosotros y obvio, con un muy, muy feliz final (éste por cierto, se entendía que rayaba en lo ridículamente inmaculado y perfectamente objetivo para cualquier mortal que tenía que conformarse con solo ser extra en tan emotivo acontecimiento).

Bueno, a ese nivel me encontraba en ese preciso instante… y cual comedia juvenil pueril, yo era la Cenicienta de este guión.

Y él, el casi deidad estaba a punto de tomarme por la cintura y plantarme un beso de ensueño y decirme con su melodiosa voz:

-“¡Hola hermosa!”

-Acompáñame a recoger un libro
-Hooola! ¿Cómo estás? Yo bien y tú? ¡Hay que rico beso!- claro, mi mirada estupefacta al instante.

El beso fue casi obligado y el idílico episodio sólo se quedó en episodio.

Pero ni él ni yo tenemos la culpa de que se crea que todo pudiera ser como en las comedias de televisión. No me quedó más que acompañarlo hasta donde le dio la gana; habló como siempre de él, que si él esto que si él lo otro, que si fulano que si sutano, dando como entendido que yo sabía a quien se refería.

Tampoco es que yo espere una casi relación perfecta, porque ese no es mi estilo; incluso la líbido pudiera tener la culpa, porque no puedo dejar de mirarlo, de tocarlo y de desear fervientemente hacerlo mío una y otra vez, constantemente, impúdicamente, donde fuera.

Tampoco, tiene la culpa la madre naturaleza, porque lo hizo justo como siempre lo hubiese deseado, de los pies a la cabeza; aunque hay ciertos detalles que tendría que tratar con el fabricante.

Puedo hasta pasar por alto aquello de que hay un roto para un caliente (premisa siempre peligrosa pero cierta)… nada en ese momento podría ni justificar ni explicar el por qué me muero por estar con él.

Pero allá yo, que ya sé de antemano cómo terminará todo esto; eso es lo seguro, se que terminaré dolida, llorando amargamente pero ahí estaba yo, incluso soportando este tipo de situaciones que sólo yo y quizás mi amiga de años sabemos reconocer antes de que pasen. El colmo es que se qué pasará y me vale un comino; para terminar rápido, ahí estaba yo.

Y me ha dado por ser sádica, creo (claro que después de que Tarantino nos presentó esa peculiar definición para sadismo, yo estoy en pañales y en términos prácticos: soy una mojigata), porque incluso me doy cuenta de sus cuentos, de sus mentiras, de sus historias de vaqueros, de su mitomanía; cree que me las creo sin pestañear, el muy pobrecito! Hasta ternura me da, sólo me pregunto si yo también me daré ternura cuando me encuentre al lado del teléfono, llorando cual novia de pueblo dejada ante el altar (pero aún no pienso llegar al altar…); ahí estoy yo, oyendo todas y cada una de esas enmarañadas historias, sin interrumpir, sin decir una sola palabra y mirándolo fijamente, clavando mis pupilas en sus ojos que no me sostienen la mirada, en sus labios que humedece sádicamente cada que se percata de mi ojos perdidos en ellos, en los ademanes que hace con las manos para hacer aún más evidente su aplicación de recursos teatrales y darle mayor realismo a sus relatos, el muy pobrecito!

Le gusta el público cautivo, no se siente incómodo de verme sentada frente a él, admirándolo; incluso sabe de las chicas que han pasado a nuestro lado que le han mirado con coquetería descarada y nada las detiene, camina a mi lado como si fuera un conocido o amigo que nos encontramos por la calle y estamos poniéndonos al tanto; peor aún si yo no le puedo reclamar o hacer una escenita de celos, pues le sentencié desde un principio que no somos nada, simplemente nos estábamos tratando (pero de llevármelo a la cama, al muy pobrecito!)… así que las zorras callejeras (porque estaban en la calle) no tenían ningún impedimento en alimentarle y engrosarle el ego.

La verdadera jugada sería saber si él se traga el cuento de que yo me trago sus cuentos con el solo fin de llevármelo a la cama; eso en realidad es muy fácil (el llevármelo a la cama), porque no conozco a un tipo que se nieguen ante tal petición y los que lo hacen son gays o están en proceso de asimilar la propuesta y aceptar, pero siempre caen. Y eso en pocas palabras, es aburrido; así que decidí llevármelo a la cama, haciéndole creer que es él quién me llevará, haciéndome pasar por la niña inocente que no se sabe el jueguito.

No sé que tan agudo sea el complejo de cazadores que tienen los hombres ante una mujer, ni cual sea el ímpetu de competencia entre ellos; lo que si sé y lo tengo ampliamente comprobado, es el afán de no dejar títere con cabeza, de engrosar la lista de cogidas sin compromiso y demostrar que son todos unos: todas-puedo o todas-mías.

Para que me hago la que no sabe, si así son las cosas; raras veces, muy rara veces, un hombre realmente se compromete y sólo vive y lo hace con una sola mujer, pero según se vea, bastará con darle tiempo para que caiga en la categoría de los indecisos que aún asimilan el proceso o en que salgan del clóset.

Y creo que debería sentirme mal, porque existe eso del karma, del que no hagas lo que no te gustaría que te hicieran y miles de limitantes sociales que están tan de moda hoy en día dentro de una sociedad algo decadente. Pero como que no le tomo tanta importancia, como para qué? Si de un modo u otro, siempre nos vemos con el fantasma de la promiscuidad de la pareja o la propia, o de menos, con la duda; y habrá quien no sepa justificar que la una no es tan grave como la otra, sino que la otra es lo que más duele y decepciona aunque sea verdad o mentira.

Porque además de todo, no cree que me doy cuenta de los mensajes que recibe y me oculta como si fueran las coordenadas del submarino que tiene que asaltar James Bond; de que evita el contacto estrecho conmigo para no terminar oliendo a perfume femenino, o de menos, que lo manche de maquillaje. Pero me hago la desentendida, la inocente o la pendeja, para que no se ofenda… el muy pobrecito!

Después de unas horas, de estar endulzándome el oído, ha decidido que la cita se dé por terminada, porque él tiene que irse y el camino le es largo; claro, yo tengo que arreglármelas para regresar a mi casa porque ni de chiste me acompañará. Queda en llamarme luego, aunque su luego sea de semanas o meses, según se le antoje o la otra de la otra y la otra o la buena tenga un compromiso y lo dejen solito. Pero ni me siento mal (de momento) porque igual y le ando marcando a mi ex, que seguro ya tendrá otra víctima de sus poesías y canciones de protesta, a ver si no se le antoja un café o el recuerdo de nuestros días pasados.

Así, ni el muy pobrecito ni yo, tenemos tiempo para tener de que platicar la próxima vez que nos veamos. Lo malo del asunto, es que no me puedo quitar de la mente su imagen y el antojo que le tengo. Ni modo, una también siente pero como debo ser una niña buena tengo que aguantarme y esperar a que el muy pobrecito se decida a pedirme que nos vayamos a un hotel de paso a pasarla de lujo (pero del dicho al hecho) y seguro tendré que cooperarle porque las otras y la buena, le recortan el efectivo para lucirse conmigo y comprar más condones, porque será todo lo que quieran pero es responsable con su sexualidad; que le vamos a hacer, el muy pobrecito se preocupa por todas!

Y algunas veces, me resulta aburrido, otras interesante, otras me fastidia y otras más, me harta o simplemente me excita, pero no puedo negar que esos zapatitos, para que estén debajo de mi cama.

Ya no sé si soy una mojigata, una sádica o una pendeja, por seguirle el juego, por jugar conmigo o pretender que aquí nadie sabe nada y seguimos con el jueguito; lo malo sería que yo fuese la buena, que él viva y se comprometa conmigo y no sea gay.

Peor aún, que sea él quien esté pensando en el altar y yo sólo en engrosar la lista y mi ego… el muy pobrecito!

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