4 de febrero de 2009

Perdigando carmín.


Ya sé que odias este color, imposible de borrar con un suave roce de la servilleta. Ya sé que te cuidas de más cuando estás conmigo. Ya sé que debo ser discreta y cuidadosa; todo eso, ya lo sé.

No soy tonta ni retrasada para que me lo estés repitiendo cada que tienes oportunidad y matas mis ansías de darte placer. Además, yo no tengo la culpa de que siempre traigas contigo esa gran carga de lujuria que con sólo verte o saber que te vería, arda entre mis piernas esa pequeña parte que sólo TÚ tienes tan cerca y exclusiva.


Y no tengo la culpa de que tus propios ímpetus salgan descarrilados a abrazarme y comerme a besos. Menos tendré la culpa de que al no estar conmigo, quieras recordar mi aroma, mis texturas y mis gemidos.

Si de algo tengo culpa, es de perdigar mi carmín entre tus ropas, entre tu cuello y tus caderas; de dejar mi rastro invisible entre tus poros y estalles cada vez que deseo beber de tí. ¿Acaso eso te disgusta?

Entonces prometeré no volver a hacerlo y dejaré de usar ese carmín inquisidor al que tanto detestas, para no dejarte marcado; como si eso te ayudara a alejarte de mí.

¿Que si lo hicé a propósito?

Tal vez... aunque puede que te equivoques en tus conclusiones.

¿Maldita?

Para nada, no querrías conocer mi lado maldito, porque seguro querrías salir corriendo.

Hagamos las cosas fáciles para tí y para mí:

Tú, sigues siendo el objeto de todos mis deseos y de los cuales sé bien, te fascinan; asegurándote de tenerme para tí cuantas veces quieras. En otras palabras, seré tu esclava y obedeceré sin protestar.

Sigo usando mi carmín cuanto se me plazca, dejando un pequeño rastro por todo tu territorio, para placer mío; lo observaré y me complaceré con tan sólo mirarlo furtivamente. Después, podrás desaparecerlo si lo deseas.

Jamás, vuelvas a pedirme que me preocupe por otra... Ése es tu trabajo.

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